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El liquidambar

Ramírez revuelve su taza de café absorto en la corrección de apuntes y pruebas de sus alumnos, no hay muchos clientes en la cafetería esta mañana, afuera el día esta gris y ventoso. A pesar de que en ocasiones el lugar esta atestado de clientes, para Eduardo Ramírez se hizo costumbre hacer su trabajo en ese lugar. Los empleados apenas lo ven llegar preparan su desayuno de memoria, si el profesor no carga muchas carpetas es señal de que no estará tan ocupado y entonces le acercan el diario. Esta mañana no hay diario y la pequeña mesa desborda de papeles, anotaciones, pruebas llenas de correcciones y notas bajas. Un golpe seco en el blindex le arrebata su concentración, levanta la vista buscando al autor de ese ruido molesto en el vidrio. No hay nadie del otro lado, su mirada encuentra la plaza principal de la ciudad de Maschwitz con su extenso parque y su importante arboleda desde donde se desprende una lluvia de hojas secas que se esparce por la alfombra verde. Los hombres que trabajan desde la tarde de ayer en el mantenimiento y limpieza de la plaza desisten de utilizar las barredoras a motor y continúan con la labor utilizando escobas de alambre, concentrando las hojas y el césped recién cortado en grandes montículos. Entonces la ve justo frente a su cara, una gran hoja rojiza de liquidámbar, su árbol favorito, pegada en el vidrio. Se levanta dejando todo sobre la mesa, apenas sale de la cafetería lo recibe el viento frio y una leve llovizna le roza la cara. La despega despacio, gira sobre sí mismo y observa la plaza, un jacaranda, una araucaria y algunas palmeras bordean el parque, desde donde está no puede ver el liquidámbar y entonces decide caminar hacia el lugar. Los hombres continúan trabajando ajenos a la llovizna que ahora es más fuerte, Ramírez descubre que los montículos de hojas son más grandes de lo que se distinguían desde la cafetería y hay una cantidad importante dispersos por todo el parque. Camina pisando el césped, mojando aún más sus zapatos, desde donde se encuentra puede ver la iglesia, el destacamento policial, la escuela donde trabaja, su casa en una esquina, todo diseminado alrededor de ese espacio verde donde los días soleados las familias de la ciudad se reúnen o donde muchas veces observa a algunos de sus alumnos reunirse cada tanto con sus amigos. Allí está el liquidámbar tan rojizo como la hoja que tiene en su mano, justo en el centro de la plaza, lo observa y trata de ubicar desde allí la cafetería, continúa caminando mientras que intenta sacar conclusiones de distancia, trayecto y velocidad. Ensimismado en sus teorías no se percata que varios perros callejeros lo observan algunos pasos más atrás, mientras olfatean el aire, como si estuvieran detrás de una presa y solo se preocupa por secar sus lentes empañados. El viento que ahora es más fuerte abre su saco y lo hace flamear detrás de él como si fuera un gran héroe, de esos que los niños ven en la televisión; un pequeño trozo de papel que vuela en el aire se le queda pegado a la altura de su pecho, justo a la altura del bolsillo izquierdo de su camisa, en un acto casi instintivo lo agarra y lo observa, una letra cursiva desplegada en tinta negra lo deja perplejo por un momento, claramente se puede leer una dirección: Maipú 790,entre Fernández y La Plata, Profesor Ramírez (frente a la plaza) no piensa demasiado y lo guarda en el bolsillo de su pantalón. Continua su camino pensativo, pasando distraído entre los montículos de hojas y chocando con ellas, desparramándolas como quien camina en un gran charco de agua. De repente tropieza y cae, se levanta de prisa, avergonzado, pero nadie se percata ni de su presencia, ni de su caída. Su mirada recorre el suelo buscando la causa de su tropiezo, entre los restos del montículo descubre el pelo negro mojado por la lluvia, mezclado entre las hojas otoñales, debe ser algún animal piensa, mientras que con la punta de su zapato intenta remover más hojas. En ese instante los descubre avanzando en su dirección, son tres perros de gran tamaño y se aproximan ladrando y gruñéndose entre sí. Pero no es eso lo que termina llamando su atención, su mirada se detiene en un extremo del montículo de hojas, descubriendo una zapatilla deportiva, instintivamente roza con la punta de su zapato el pelo negro y unos ojos vidriosos y grises le devuelven la fría mirada humana de la muerte. El profesor vuelve a caer, pero esta vez es de espaldas, con el espanto en su rostro desencajado, imposibilitado de emitir siquiera una palabra, como si sus cuerdas vocales ya no funcionaran.


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