El viejo clava la vista a lo lejos, como buscando alguna señal en el río, hace días que el viento venia soplando del sur y la bajante seguía firme, pero ahora algo cambio, el agua se ve extrañamente quieta y el silencio de la isla le da cierto misterio al asunto. No se ve ningún camalote flotando cerca que le de algún indicio de la dirección de la corriente, entonces el viejo se agacha, levanta un pedazo de casuarina del piso y comienza a caminar en dirección al muelle. Se detiene justo en el borde, mientras su brazo dibuja un arco, en un movimiento que nace en su espalda y muere exactamente delante de él, arrojando por el aire el palito de madera que había recogido antes. Lo sigue con su mirada hasta que metros más adelante ve como produce un estallido en el agua; aguarda a que se detenga en su impulso y lo observa por un par de minutos. Mientras aprovecha para armarse un cigarro, todavía le queda tabaco para unos días más. Esta a miércoles y Cachito no volverá a pasar con su lancha almacenera hasta el viernes por la tarde. Tendrá que pedirle fiado, Pérez no paso con su barco y no vendió ni un mazo de junco. Tiene el galpón atestado y todavía hay secándose al sol ¡Había armado una linda cancha, parejita y prolija! Ahí está desparramado sobre la tierra, como si fuera un abanico gigante, con ese verde oscuro que con el correr de las horas irá desapareciendo. Un tábano lo arranca de sus pensamientos, le sacude un golpe certero que le produce más dolor que la picadura del mugroso bicho. El tábano revota contra las tablas duras del muelle y termina su caída un par de metros más abajo, justo en el agua; lo observa debatirse entre la vida y la muerte, en una lucha casi despareja, hasta que un par de mojarras imparten justicia y en un par de mordiscos no queda nada del pobre bicho.
Recuerda el palito lanzado y lo busca con su mirada, lo ve a lo lejos río arriba ¡Esta subiendo el agua nomas! ¡Y lo hace a buen tranco, carajo!
El sol baja lentamente, no necesita consultar su reloj, quedaran a lo sumo tres horas de luz y más en esta época, porque si fuera invierno, ya estaría a oscuras. Decide posponer la mateada, el perro olfatea el aire y lanza una queja que lo estremece, da un par de vueltas como queriéndose acostar al lado de las botas pampero que calza el viejo, pero se arrepiente y sale al tranco hacia la casa, sube las escaleras de madera y se acuesta en el corredor, al lado de la puerta de entrada.
El viejo levanta los juncos y arma varios mazos, no tiene donde guardarlos y resuelve el problema acomodándolos en el pontón. No cree que llueva, el verano ha sido bastante seco, sin lluvia y sin mareas, pero toma la precaución de taparlos con una lona.
Para cuando termina, solo quedan tres escalones del muelle sin cubrir por el agua, está oscureciendo y mientras se lava las manos puede escuchar el grito de las pavas del monte. El agua esta tibia y se puede sentir el murmullo del río inundando la tierra seca, como si algo hirviera en el aire. Conoce esa sensación, sabe que no se trata de una sudestada pasajera, el río pronto se saldrá de su cauce, pero eso ya no lo preocupa. Su trabajo está a salvo, sólo espera que el nivel del agua no supere el alto del galpón donde guarda el junco seco.
Antes de subir a la casa, levanta algunas herramientas del patio y también un poco de madera seca que había cortado en la mañana. Acomoda todo en el corredor junto al perro que sigue echado, ajeno todo, como si su vida estuviera resuelta, el viejo lo acaricia a la pasada y el perro levanta la cabeza por unos segundos, devolviéndole el gesto con movimientos de su corta cola.
Enciende la cocina a leña, llena la pava con agua del filtro y coloca unos pedacitos de pan casero para que se calienten. La luz de la lámpara a kerosene es muy tenue y entonces prende el farol a gas que se alimenta de una pequeña garrafa de cinco kilos, que coloca arriba de la mesa.
Se asoma a la puerta mientras saborea un mate, el viento sopla fuerte otra vez, el cielo está un poco nublado y las nubes corretean de prisa junto a la luna que ilumina a medias el río. Se sienta en la escalera y enciende otro cigarro mientras observa como el agua inunda el patio lentamente; conoce al río de memoria, con sus sesenta años ha vivido toda su vida en la isla y sabe de sudestadas. Han sido muchas y ninguna igual, recuerda la de los años ochenta, cuando los embalsados desfilaban por el rio. Eran cientos de pequeñas islas flotantes, las lanchas de pasajeros apenas podían pasar, los ríos se convertían en arroyos y estos en zanjas. Aquella vez el río se llevo hasta las casas, fue terrible, la creciente duro meses cubriendo la tierra y la mayoría de los isleños sobrevivió cazando y pescando. Se perdieron quintas frutales, plantaciones de álamo y sauce, toda una vida de lucha arrasada en un par de días, imposible olvidar. Pero su amor por este terruño es demasiado fuerte, sabe que ser isleño es eso, es ser tierra, isla y rio al mismo tiempo.
El viejo clava la vista a lo lejos, como buscando alguna señal en el río, le pega una última pitada al cigarro y vuelve a pensar en Cachito.
Recuerda el palito lanzado y lo busca con su mirada, lo ve a lo lejos río arriba ¡Esta subiendo el agua nomas! ¡Y lo hace a buen tranco, carajo!
El sol baja lentamente, no necesita consultar su reloj, quedaran a lo sumo tres horas de luz y más en esta época, porque si fuera invierno, ya estaría a oscuras. Decide posponer la mateada, el perro olfatea el aire y lanza una queja que lo estremece, da un par de vueltas como queriéndose acostar al lado de las botas pampero que calza el viejo, pero se arrepiente y sale al tranco hacia la casa, sube las escaleras de madera y se acuesta en el corredor, al lado de la puerta de entrada.
El viejo levanta los juncos y arma varios mazos, no tiene donde guardarlos y resuelve el problema acomodándolos en el pontón. No cree que llueva, el verano ha sido bastante seco, sin lluvia y sin mareas, pero toma la precaución de taparlos con una lona.
Para cuando termina, solo quedan tres escalones del muelle sin cubrir por el agua, está oscureciendo y mientras se lava las manos puede escuchar el grito de las pavas del monte. El agua esta tibia y se puede sentir el murmullo del río inundando la tierra seca, como si algo hirviera en el aire. Conoce esa sensación, sabe que no se trata de una sudestada pasajera, el río pronto se saldrá de su cauce, pero eso ya no lo preocupa. Su trabajo está a salvo, sólo espera que el nivel del agua no supere el alto del galpón donde guarda el junco seco.
Antes de subir a la casa, levanta algunas herramientas del patio y también un poco de madera seca que había cortado en la mañana. Acomoda todo en el corredor junto al perro que sigue echado, ajeno todo, como si su vida estuviera resuelta, el viejo lo acaricia a la pasada y el perro levanta la cabeza por unos segundos, devolviéndole el gesto con movimientos de su corta cola.
Enciende la cocina a leña, llena la pava con agua del filtro y coloca unos pedacitos de pan casero para que se calienten. La luz de la lámpara a kerosene es muy tenue y entonces prende el farol a gas que se alimenta de una pequeña garrafa de cinco kilos, que coloca arriba de la mesa.
Se asoma a la puerta mientras saborea un mate, el viento sopla fuerte otra vez, el cielo está un poco nublado y las nubes corretean de prisa junto a la luna que ilumina a medias el río. Se sienta en la escalera y enciende otro cigarro mientras observa como el agua inunda el patio lentamente; conoce al río de memoria, con sus sesenta años ha vivido toda su vida en la isla y sabe de sudestadas. Han sido muchas y ninguna igual, recuerda la de los años ochenta, cuando los embalsados desfilaban por el rio. Eran cientos de pequeñas islas flotantes, las lanchas de pasajeros apenas podían pasar, los ríos se convertían en arroyos y estos en zanjas. Aquella vez el río se llevo hasta las casas, fue terrible, la creciente duro meses cubriendo la tierra y la mayoría de los isleños sobrevivió cazando y pescando. Se perdieron quintas frutales, plantaciones de álamo y sauce, toda una vida de lucha arrasada en un par de días, imposible olvidar. Pero su amor por este terruño es demasiado fuerte, sabe que ser isleño es eso, es ser tierra, isla y rio al mismo tiempo.
El viejo clava la vista a lo lejos, como buscando alguna señal en el río, le pega una última pitada al cigarro y vuelve a pensar en Cachito.
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